viernes, 8 de febrero de 2013

EL DUENDE: UNA HISTORIA QUE CUENTA


  
   Ustedes llegan aquí no sé por qué vericuetos, por qué enlaces, por qué azares, buscando un texto que glosa las excelencias de El Duende y eso era lo que podía leerse hasta hoy, 10 de julio de 2014, en que fiel a mis esencias, leal con quien lo merece, sin intereses creados de por medio, sin tener que plegarme ni venderme a nadie, sin poner mi dignidad en almoneda, cambio el tono, las palabras, el panegírico y lo torno en filípica porque, por desgracia, es lo que merece el mundo del periodismo (cada hay menos oasis en ese desierto que todos, entonemos el mea culpa y sálvese alguno si puede, hemos ayudado a despojar, despoblar, arrasando como si ni hubiese un mañana) y, en concreto, esta publicación que, tras ser referente, osada, curiosa, personal, voz clamando en el desierto, continente de sabiduría, ha terminado, como tantas, condicionada por los anunciantes, amordazada por sí misma, no queriendo molestar como forma de supervivencia, rebajando el nivel tan por debajo del mínimo que resulta imposible reconocer en sus páginas lo que antaño fuese faro, brújula, destino ineludible para que el quisiera seguir investigando, aprendiendo, conociendo, ampliando su universo cultural. Ahora, por desgracia, nada importa más allá de lo comercial (sí, ya sé que esto es un negocio pero a nuestro oficio no debería notársele tanto porque deja de ser periodismo para llamarse clientelismo e incluso en lo más aparentemente inocente aparece alguien implicado, nombrado, no aplaudido lo suficiente, dado por aludido -o dejado de citar, lo que en ocasiones es peor para el ego del que se cree con derecho a todo, siempre que hablemos de pleitesía, rendición incondicional, impunidad, halago desmesurado e inmerecido, porque paga, porque tiene la sarten por el mango, porque sólo oye cantos de sirena-, alguien que exige, reclama, dicta, censura, impone unos contenidos sobre otros); ahora, todo se va en páginas de moda, perfumes, bebidas, productos caros que hablan de lo exquisito, de lo exclusivo, de lo dirigido a una elite, publicidad y textos llamados periodísticos -que en realidad contienen más eslóganes por metro cuadrado que cualquier bloque de anuncios con los que se interrumpe una y mil veces la programación televisiva y radiofónica, excepto en RTVE, aunque la calidad de sus contenidos también se despeñe sin solución-, palabras llenas de encomio, adjetivos superlativos que poco menos vienen a decir que no eres nadie si no te vistes así, no comes esto, no visitas aquello, no vives en una casa de estas características (vamos, lo que durante tanto tiempo El País llamó "con encanto" -y mucho dinero en el bolsillo, queridos progres de salón-).
   Y El Duende ha quedado para eso, para ser una guía comercial que ignora a los que hacen malabares para llegar a fin de mes, a los que buscan la manera más sencilla y barata de oxigenar la grisura rampante que en forma de mediocridad (la humana, la moral, la de cada uno, la peor, la más corrosiva, la más terrorífica, la más abundante) invade cualquier aspecto de lo cotidiano; o para hablar sobre artistas que, al menos a algunos redactores, les vienen muy grandes porque en sus parcos comentarios se percibe la ignorancia, el desconocimiento, el recurrir a frases hechas y/o huecas, a textos de otros, a dossieres (a veces plagados de inexactitudes), sin un mínimo de cirterio, de lucidez, de ánimo verdaderamente democrático, imponiendo a unos, silenciando a otros. Por eso, aunque ni siquiera son capaces de decirlo, mejor se callan, desaparecen, encogen los hombros (en realidad, es el único gesto que saben hacer: todo les supera), después de utilizarte, de pedirte participación en algún proyecto (siempre gratis, claro) -y aunque, lo uno no quita lo otro, agradezca que cuenten con uno para hablar sobre periodismo cinematográfico, teniendo claro que se lo puse fácil, no tuvieron que buscar a otros, a los que tal vez no conocen o les ignoran porque es lo que merecen-, un año después siguen sin publicar una entrevista con Pablo pero, claro, ya sabéis que 24 horas de un periodista desesperado es un libro que molesta, escuece, perturba, se persigue, se silencia -alguno si pudiera actuaría como el cura y el barbero con la biblioteca de Alonso Quijano-, precisamente porque cuenta la verdad sin tapujos, porque hace autocrítica, porque saca los colores (y eso que se queda corto) y la mejor prueba de su verosimilitud, de su punzante prosa, de su acierto en la diana, es cómo motiva desdenes, renuncias, aspavientos de aquellos a los que defiende, a los que da voz, los mismos que, precisamente, deberían tomarlo como punto de partida para cambiar las cosas, pero prefieren que sigan igual mientras tengan un pesebre en el que pastar. Y, bueno, que tampoco me molesto más porque prefiero seguir escribiendo sobre cosas que me importan, interesan, enriquecen, sin humillarme, sin amordazarme con un sueldo. ¡Ahí os den y buen camino llevéis!  

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